Derecho y Moral
Problemas de método para tratar la relación
entre Derecho y Moral.
Aunque en nuestra
época asuma algunas configuraciones particulares, el problema de la relación
derecho moral pertenece al número restringido de cuestiones filosóficas
fundamentales; las, por así decir, atemporales, en torno a las cuales se ha
afanado característicamente cada época con el resultado de producir un abanico
sumamente amplio de tesis y contra tesis especulativas, que ha hecho más
articulado el que ninguno de los dos términos enfrentados, a saber: el término
"derecho", por una parte, y el término "moral", por otra,
haya gozado jamás de un estatuto semántico unívoco. De ahí que el nexo de
conjunción y oposición entre derecho y moral esté determinado en la historia
del pensamiento occidental por la empresa prioritaria -y a menudo vana- de
definir exhaustivamente uno y otro término: el resultado de importantes
esfuerzos teóricos en no raros casos, en vez de tomarse en serio, se ha dejado
rápidamente a un lado o incluso entre paréntesis por la opción de diversas
definiciones como punto de partida.
El conocimiento de
este hecho ha servido de argumento a algunos, como, por ejemplo, a Benedetto
Croce, para sostener que la tematización del nexo derecho/moral, este
"cabo de las t entas e la filosofía (y de la ogía) del de cho, debería
sencillamente eliminare como un falso problema, siendo el único problema
auténtico el de la unidad de la vida del espíritu, aun dentro de la diversidad
de formas en que se encarna. Este argumento de Croce aparece hoy indudablemente
anticuado si se lo presenta bajo la vestidura léxica del neoidealismo, pero
mantiene una actualidad perenne, al menos para el que piense que el
"derecho", como la "moral", son en sí meras abstracciones
conceptuales, indudablemente útiles en orden a un trabajo estrictamente
teórico, pero carentes de la dimensión de realidad que poseen otras dimensiones
de más cuerpo de la existencia humana, tales como, por ejemplo, el amor y el
odio; tal es la perspectiva para la cual el amor -y por supuesto el odio-
tienen una consistencia ontológica (Dios es el amor, así como Satanás es el
odio), mientras que el derecho y la moral tendrían a lo más una consistencia
óntica, es decir, serían epifenómenos caducos de la existencia humana, destinados
a desaparecer con la desaparición de la dimensión estrictamente temporal de
ésta.
Modelos
para comprender la relación Derecho-Moral.
Según una perspectiva
frecuentemente adoptada, hay que considerar el derecho y la moral como sistemas
normativos, dotados de una coherencia intrínseca respectiva. En clave
estrictamente formal, el problema de la relación entre dos sistemas por el
estilo admite sólo tres soluciones: la de la recíproca irrelevancia y las
simétricas del primado de uno de los dos sobre el otro. Tenemos así netamente
definidos tres grandes modelos: a) primado de la moral sobre el
derecho; b) irrelevancia del
derecho para la moral y de la moral para el derecho; c)
primado del derecho sobre la moral.
Estas tres soluciones
se pueden describir todas ellas recurriendo a algunas consideraciones
histórico-sistemáticas. En efecto, es posible sostener que en la historia de la
cultura occidental
se pueden establecer tres grandes fases, la de la edad antigua y medieval, la
edad moderna y la de la edad contemporánea, que se caracterizan cada una por el
predominio de uno de los tres modelos aludidos. Puede ser oportuno recordarlos
con referencia a la época histórica en la cual se afirmaron típicamente, no
tanto para acreditar una visión historicista de la reflexión
filosófico-teológica cuanto para poner mejor de manifiesto las coordenadas
socioculturales que los justifican. Si se considera además que, en opinión de
muchos, hemos entrado ya en una época que habría que calificar resueltamente
como posmoderna, se comprenderá mejor la utilidad de semejante esquematización.
Pues lo que hoy de hecho está en juego es la afirmación o en todo caso la
búsqueda de un nuevo modo de vivir la
dialéctica derecho-moral, del que todos debemos tomar conciencia. Es
problemático que la época posmoderna puede elaborar un cuarto modelo además de
los tres citados, un modelo de ardua ubicación sistemática, un pos modelo suyo;
sin embargo es un punto que en todo caso habrá que verificar atentamente.
La
moralidad del Derecho.
La edad
antigua y medieval es claramente aquélla en la cual el derecho es considerado
en función de la moral. Para ser más precisos, en la perspectiva clásica o
medieval se da una identidad categorial de derecho y moral, es decir, una
identidad que no hay que buscar en los contenidos materiales de uno o de la
otra, sino en el principio común de inteligibilidad. Jus est ars boni et aequi: juris
praecepta sunt tres: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere. (El derecho es el arte/capacidad
del bien y de lo justo.
Los preceptos del derecho son tres: vivir
honestamente, no ofender a los otros en sus derechos, dar a cada uno lo suyo).
En estas conocidísimas cuestiones los juristas romanos ponen bien de manifiesto
la caracterización ética del derecho que sólo en la especulación patrística y
escolástica encuentra su configuración filosófica definitiva. Non est lex quae justa non fuerit (Una ley que no es justa, no es
ley), escribe san Agustín, subrayando el primado de la dimensión sustancial -la
ética- del derecho respecto a su dimensión formal-autoritativa; jus est objectum justitiae (el objeto del derecho es la
justicia), escribe santo Tomás, reduciendo más netamente aún el derecho a una
dimensión como la de la justicia, que en su perspectiva puede entenderse y
tematizarse sólo a través de la conceptualización -típicamente ética- de la
virtud.
Al
hablar de identidad categorial entre derecho y moral, no se quiere, obviamente,
sostener que en el mundo antiguo todo precepto ético tuviese relevancia
jurídica ni, con mayoría de razón, que toda disposición política adquiera
obligatoriedad moral: el desarrollo absolutamente emblemático del mito de
Antígona en la espléndida elaboración de Sófocles nos permite verlo plenamente.
Por identidad categorial hay que entender más bien la incapacidad de pensar el
derecho si no es a partir de las categorías fundamentales de la moral. Para
usar una terminología más actual: no se da en el mundo antiguo otra posibilidad
de justificarlas normas jurídicas que la de referirlas a una ordenación
metapositiva [l Ley natural], a una ordenación de derecho natural (sin embargo,
conviene usar con cautela este término, que ha adquirido acepciones excesivas y
diversas en la historia), a un ordenamiento que puede también, en concreto,
coincidir con el, históricamente determinado, de la polis. (es decir, tener una
justificación estrictamente tradicional en el sentido sociológico del término);
pero que en todo caso se acepta no por estar impuesta por el poder, sino por ser
reconocido por el ciudadano como dotado de aquel ethos que es el suyo. Si Sócrates se
niega a escapar de la cárcel, a pesar de ser consciente de la injusticia de la
condena, es porque reconoce en el ethos de las leyes de Atenas aquel
ámbito de moralidad concreta en el que había sido educado, al cual debe, en
definitiva, su identidad humana. Desde este punto de vista, en el mundo clásico
y medieval las leyes son siempre de algún modo metapositivas, pues para
identificarlas no hay necesidad de comprobar la voluntad positiva del
legislador; existen, para usar un lenguaje platónico, como "ideas",
es decir, tienen una existencia infinitamente más densa de lo que pudiera
parecerle al hombre común, que no es capaz de contemplarlas, porque su razón de
ser es perceptible universalmente por la razón, mientras que la de un mero
decreto es contingente en el tiempo y en el espacio.
Separación del Derecho de la Moral.
La
crisis del paradigma clásico ha colocado en el plano histórico y teórico la
afirmación de una neta distinción entre la lógica del derecho y la de la moral.
Sin embargo, no hay que interpretarla, como a menudo se hace, como consecuencia
de aquella crisis del sentimiento moral producida a su vez por la gran crisis
provocada en las conciencias europeas por la reforma protestante. No hay duda
de que la invención del derecho internacional, que comúnmente se atribuye a
Grocio, surgió de la necesidad de encontrar un sistema de comunicación objetivo
y transconfesional destinado a sustituir en la edad moderna al constituido en
el Medievo por la conciencia de pertenecer a la universalidad de la communitas christiana y por el deseo de reconocer las leyes
comunes. Sin embargo, los principios especulativos que hicieron posible la
teorización grociana de un sistema de leyes naturales válido en sí,
"aunque supiésemos que Dios no existe o que no se interesa por las cosas
humanas" (etfamst daremus
non esse Deum, aut non curar¡ ab eo negotia humana, según la célebre fórmula del § 11
de los Prolegomena al De jure belli ac pacis), se remontan a mucho antes de la
reforma y se encuentran ya en Gregorio de Rimini y en Gabriel Biel. Los
teólogos de la escolástica tardía anticipan con sus doctrinas (obviamente a su
nivel, el especulativo) la ruptura introducida por la reforma en la urdimbre de
la conciencia europea, siendo los primeros en establecer la posibilidad de que
el derecho tenga una moralidad propia, autónoma respecto a la de la religión o
de la ética propiamente dicha.
Respecto
a los teólogos y también a los filósofos, que trabajan confinados a menudo en
posiciones de retaguardia, los juristas asumirán en el curso de la edad
moderna, como "consejeros del príncipe", un papel de vanguardia el de
creadores de la gran figura del Estado moderno, destinado a afirmarse, si bien con
el correr del tiempo, como laico, pluriconfesional, de derecho, como el gran
monopolizador de la fuerza. La moralidad del derecho es en la época moderna una
moralidad pública (la "razón de Estado'); una moralidad que le reconoce a
la ética tradicional -destinada a convertirse en la ética de las conciencias,
es decir, en una ética estrictamente privada- un primado, si se quiere de
honor, pero no de eficacia. El derecho en la edad moderna está llamado a
constituir el sistema de las acciones sociales como acciones objetivas y
verificables, destinadas a coordinarse y potenciarse recíprocamente y a
resistir a la amenaza y a la aplicación de sanciones; a la ética se le deja el
cuidado de las almas, la dirección de las conciencias, la indagación sutil e
interminable de los conflictos espirituales.
El primado del derecho sobre la moral
Hemos
llegado así en esta rápida panorámica a la edad contemporánea. Según la
esquematización expuesta, es ésta la época del primado del derecho sobre la
moral. ¿Qué se oculta exactamente detrás de esta fórmula? En una primera
aproximación se puede observar que el fenómeno de la positivización integral
del derecho, asociada a la secularización cada vez más difundida y articulada
de la moral cristiana, le ha proporcionado a la opinión pública del siglo XIX,
y más aún del xx, la idea de haber entrado finalmente en posesión de un mínimo
ético real, justamente el transmitido por el derecho, y gracias al cual queda
definitivamente garantizada la coexistencia humana civil (en los países coloniales,
en efecto, el discurso se presenta de manera diversa: el "salvaje",
en la opinión común del siglo pasado, no puede comprender el derecho y sólo es
sensible al uso de la fuerza). Bajo este aspecto destaca sobre todo el
fenómeno, propio del siglo xix, pero sobre todo del xx, de la multiplicación de
las "cartas de derechos", de las proclamaciones constitucionales y
metaconstitucionales de los derechos del hombre: es el signo del triunfo de la
que hemos llamado la moralidad del derecho como moralidad metaética y
metacultural, como moralidad pública. Por una dinámica bien comprensible, el hecho de que la
proclamación de los derechos haya conseguido en numerosas circunstancias
(piénsese en las diversas declaraciones de la ONU) una adhesión universal ha
creado una jerarquía de valores inédita, degradando las éticas tradicionales y
nacionales (sobre todo las extraeuropeas), incapaces de asimilar estos nuevos
principios, a fenómenos provinciales, y en definitiva regresivos, dando en
cambio un fundamento nuevo y robusto a todos los sistemas éticos capaces de
recibirlos. Baste observar con qué respeto se escucha hoy en todo el mundo la
voz del Papa cuando se eleva para defender la dignidad del hombre según los
módulos esquematizados en la Declaración universal de los derechos del hombre
de la ONU, y cuántas críticas, en cambio, suscita esa misma voz cuando proclama
verdades éticas propias sólo del cristianismo, y por tanto no compartidas
universalmente (p.ej., la condena del l divorcio). En resumen, parece que la
cultura contemporánea reconoce ciertamente un espacio a la ética, pero dentro
de los límites en que ésta reconoce el primado del derecho y se atiene a
principios jurídicos universalmente aceptados (aunque no siempre efectivamente
operantes); en cambio, en los casos en los que a la ética viene a faltarle esta
comprobación de universalidad jurídica, es abandonada a la imaginación de los
individuos y privada totalmente de legitimación a nivel colectivo.
Al
describir de este modo las dinámicas propias de la modernidad, nos hemos
colocado claramente en una perspectiva fundamentalmente sociológica que, sin
embargo, no está, de por sí, en condiciones ni de explicar eficazmente por qué
la época contemporánea tiende a reconocerse de modo tan llamativo en documentos
jurídicos como las declaraciones de los derechos (que, después de todo, se caracterizan por procesos
estilísticos muchas veces esencialmente declamatorios), ni de justificar
eficazmente este derecho. Es que detrás de tales declaraciones se oculta un
deseo oscuro, pero fuerte, difundido en toda la humanidad contemporánea; para
decirlo en términos de origen romántico, el de reconquistar una unidad que se
ha perdido (o que quizá jamás se ha poseído). Sólo de este modo es posible
explicar que la época que ha contemplado la transformación de la etnografía en
antropología cultural y que ha teorizado el relativismo cultural coincida
plenamente con la época que en las declaraciones de los derechos ha postulado
una serie de competencias objetivas, transculturales y absolutas de todos los
hombres. La unidad perdida es la unidad no sólo moral y jurídica, sino también
la cultural, religiosa y axiológica de la humanidad; es, en definitiva, la
unidad misma del sujeto universal jamás cuestionada en las épocas precedentes,
pero que se ha convertido manifiestamente en problema en la época de la
secularización. Por eso nuestro problema, de sociológico, no puede menos de
volver a ser resueltamente especulativo.
El
derecho en la política
La
época contemporánea, para los filósofos, es la que se caracteriza por el anhelo
de la reconciliación; la época en la cual derecho y moral, preparados en la
edad moderna, están destinados o a encontrarse nuevamente en la eticidad del
Estado (Hegel) o a deteriorarse juntos, pero para verificarse ambos en la
futura sociedad sin clases (Marx). Como todas las esquematizaciones, también
ésta hay que entenderla en sus instancias de fondo, que no siempre han sido
plenamente entendidas ni realizadas. En efecto,
es perfectamente verdad que toda la filosofía moderna se plantea como problema
último el de la integración social del individuo (o, si se prefiere, el de la
superación de la alienación social), y que esta integración está destinada a
permanecer insatisfecha si se sigue concibiendo al Estado como una mera
construcción de madera y al derecho como un sistema extrínseco del equilibrio
social. Si se carga al Estado de un nuevo ethos,
o si en todo caso se busca
este nuevoethos en las
dinámicas de una nueva sociedad civil emancipada por la división del trabajo,
parece que es posible obtener la cuadratura dialéctica del círculo, el retorno
a aquella unidad ética que se vivía espontáneamente en la antigüedad y que
había quedado desgarrada con el advenimiento del cristianismo, primero, y con
la fermentación de la universitas medieval luego (Hegel), o que
caracterizaba a la humanidad antes del advenimiento de la división del trabajo
(Marx).
Todas
las dinámicas de la modernidad parecen apuntar en esta dirección: reconstruir
la universalidad perdida, reconciliando al hombre consigo mismo. Mas el
instrumento de la reconciliación no puede identificarse ni en el derecho ni en
la ética. Éstos, en efecto, se le presentan al hombre contemporáneo no sólo
como las formas históricas adoptadas por la laceración, sino mucho más como
lógicas intrínsecamente lacerantes, en cuanto axiológicas, es decir, capaces en
su estructura de separar el ser del deber. Por eso ha de transformarse en
instrumento y en forma histórica de la reconciliación la política, pero
profundamente transformada de significado respecto a la acepción
clásico-tradicional, a saber: la política vista no ya como la doctrina del
mejor gobierno posible, sino como la teoría de la praxis colectiva; una praxis
en la cual y por la cual la antítesis
entre ser y deber, entre acción real y bien ideal y, a la postre, entre
individualidad e individualidad, aparece definitivamente superada en el plano
de la acción histórica, es decir, en el único plano de la realidad. El
individualismo, que en la edad moderna había celebrado sus triunfos, consigue
así en la nueva lógica de la política su definitiva superación.
Fragilidad histórica y teórica del
iuspositivismo.
La teoría
jurídica dominante en el siglo pasado y en el nuestro, el positivismo jurídico,
ha negado siempre toda contaminación con la lógica de la política, lo mismo que
con la de la ética. Para el positivismo -en particular para la versión más
refinada del mismo, el formalismo jurídico, reelaborado como "teoría pura
del derecho" por Hans Kelsen- la juridicidad no se encuentra en el
contenido material de las normas (que, según los casos, puede ser de naturaleza
ética: p.ej., la prohibición del incesto; política: p.ej., la obligación del
servicio militar; económica: la obligación de pagar los impuestos [l Ética
fiscal], o social: p.ej., la promoción de las actividades artísticas), sino que
hay que individuarla exclusivamente en su estructura formal; el problema
jurídico fundamental no es para los positivistas el de la justicia, sino el de
la validez. Nótese que de este modo el positivismo no reproduce en absoluto la
separación entre derecho y moral, propia de la edad moderna: ésta partía del
supuesto de que el derecho tenía su moral, es decir, que la idea de justicia
tenía una dimensión pública, irreductible, o en todo caso absolutamente no
homogénea, a cualquier dimensión privada; en cambio, el positivismo niega
resueltamente la juridicidad misma de la idea de justicia y reduce esta idea a
un mero dato ideológico [l Ideología], y por tanto no sólo no utilizable
científicamente, sino incluso mistificante.
Es
opinión bastante difundida, aunque no unánime, que la lógica del positivismo
jurídico, con su sistemática eliminación de toda problemática de justicia
sustancial -independientemente de la buena fe de sus teóricos-, puede, si no
causar necesariamente, por lo menos contribuir a una atrofia (para usar una expresión
eficaz de R. Dreier) de la conciencia de los juristas respecto a los terribles
problemas que nacen inevitablemente cuando se instala en un país un régimen
totalitario. Mas, obviamente, la crítica al iuspositivismo no puede tener sólo
semejante fundamento psicológico. Un positivista podría fácilmente superar la
crítica declarando que el positivismo es la doctrina por su naturaleza
esencialmente apolítica; a lo sumo, el jurista positivista puede declarar, como
lo ha hecho, por ejemplo, en diversas ocasiones Norberto Bobbio, que es
positivista sólo metodológicamente, y que puede reconocerse también como
iusnaturalista en el mero plano de la ideología (es decir, en el plano
irracional de las opciones de valor).
Derecho y Moral: la experiencia
contemporánea.
Según
Adorno, la ética contemporánea está dominada por un nuevo imperativo
categórico: que no se repita Auschwitz. Para quien reflexiona sobre la
experiencia jurídica, tal imperativo puede traducirse de modot diversos, pero
todos fundamentalmente equivalentes: el derecho no debe nunca jamás dejarse
identificar, o por lo menos reducir, a la mera fuerza; nunca jamás debe hacerse
instrumento de la injusticia y de la opresión; en una palabra, de la
deshumanización. Ningún ordenamiento jurídico debe erigir como norma
fundamental propia una pretendida extrañez a las razones de la ética, sino que,
por el contrario, ha de asumir como fundamento el reconocimiento de la dignidad
del hombre. Todas éstas son fórmulas esencialmente equivalentes desde el punto
de vista axiológico; todas convergen en tomar en serio la experiencia del siglo
xx como un acontecimiento trascendente y revelador. La aceptación de que goza
hoy entre los juristas la referencia a la temática de los l derechos del hombre
es índice no de particular sagacidad metodológica, sino de la interiorización
de a prioris éticos específicos. ¿Puede radicar aquí el nuevo modelo posmoderno
de relación entre el derecho y la moral?
Frente
a la ética, los ordenamientos jurídicos contemporáneos han renunciado a su pretendida
absolutez. Las más de las veces,
aunque no siempre, han adoptado respecto a los derechos humanos la técnica de
la constitucionalización para hacer más fácil y rápida su defensa; pero son muy
pocos los juristas que siguen estimando que tales derechos subsisten, en cuanto
derechos, sólo como constitucionalizados. Algunas formulaciones positivas
-como, p.ej., la del art. 2 de la Const. it., que habla de reconocimiento de
los derechos del hombre por parte de la República en cuanto a derechos
inviolables- difícilmente se prestan después de todo a equívocos. Por lo demás,
el derecho contemporáneo es un derecho siempre abierto cada vez más a la
integración recíproca entre los diversos ordenamientos estatales; la función de
las grandes organizaciones internacionales -que tienen como único criterio
operativo el del derecho, aunque estén sujetas a las más fuertes presiones
políticas- es ejemplar bajo este aspecto. Ya se ha observado l arriba V: es
como si la humanidad contemporánea estuviese de acuerdo en reconocer que existe
una ética mínima, la de la dignidad del hombre, y que esta ética es de hecho,
en el momento histórico actual, transmitida por el derecho.
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